Desde ese momento, la cultura, el arte,
la música y mi vida, tomaron un camino vinculado con todos los procesos de
producción artística, incluida la publicidad.
Si la conversación que tuve con mi
padre hubiera sido ahora, las cosas serian, probablemente diferentes. Sin
embargo no me toca hacer una revisión crítica de las ideas de mi vida por el
arte en torno a las decisiones que tomé… Que ciertamente estuve acertado.
En primer lugar porque todavía existe la
denominada “falta de economía para la creativa de lo intangible” la que nos
hace ser víctima de nuestros recursos, de nosotros mismos y de nuestro
amor por lo que se siente. Un sentimiento muy diferente a la otra economía: la
que genera riqueza a partir de procesos intangibles.
Y es realmente insólito que lo
intangible llegue a las manos de los especuladores financieros para mercadear
con lo que realizamos, haciendo inversiones descabelladas como llegar a posicionar
la obra que a ellos les interesa, como la obra de arte más cara de la historia,
como fue la de 'Nafea faa ipoipo' ('¿Cuándo te casas?') de Paul Gauguin
- "Si levantara cabeza me gustaría ver como corren los inversores
sujetándose sus orejas, ¡Cuántas orejas cortaría!" Su arte
fue vendido por 300 millones de dólares a un comprador qatarí anónimo.
Hoy día tenemos que proteger más que
nunca a los artistas y ayudar al arte de lo intangible, para que no caiga
en manos de uno de estos anónimos.
LA CARTA QUE JUAN PABLO II ESCRIBIÓ A LOS ARTISTAS
para ofrecerlas al mundo a través de la creación artística.
Cuando un tiene la necesidad de releer lo que ya
había leído, buscando aquello que quedó en un semirecuerdo, he vuelto a releer
la carta de Juan Pablo II dirigida a los artistas. Y recomiendo leerla para
conocer la importancia que tenemos aquellos que nos dedicamos en letra pequeña
a “CREAR”.
A los que con
apasionada entrega buscan nuevas « epifanías » de la belleza
« Dios
vio cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1,
31)
El artista, imagen de Dios Creador
1. Nadie mejor que vosotros, artistas,
geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos con
el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco
de aquel sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la mirada con que
vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos, atraídos por el
asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y
de las formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en
ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único
creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros.
Por esto me ha parecido que no hay
palabras más apropiadas que las del Génesis para comenzar esta
Carta dirigida a vosotros, a quienes me siento unido por experiencias que se
remontan muy atrás en el tiempo y han marcado de modo indeleble mi vida. Con
este texto quiero situarme en el camino del fecundo diálogo de la Iglesia con
los artistas que en dos mil años de historia no se ha interrumpido nunca, y que
se presenta también rico de perspectivas de futuro en el umbral del tercer
milenio.
En realidad, se trata de un diálogo no
solamente motivado por circunstancias históricas o por razones funcionales,
sino basado en la esencia misma tanto de la experiencia religiosa como de la
creación artística. La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios casi
como el modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el hombre
artífice se refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en
evidencia en la lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las
palabrasstwórca (creador) y twórca (artífice).
¿Cuál es la diferencia entre « creador » y
« artífice »? El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de
la nada —ex nihilo sui et subiecti, se dice en latín— y esto, en
sentido estricto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El
artífice, por el contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y
significado. Este modo de actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios.
En efecto, después de haber dicho que Dios creó el hombre y la mujer « a imagen
suya » (cf. Gn 1, 27), la Biblia añade que les confió la tarea
de dominar la tierra (cf. Gn 1, 28). Fue en el último día de
la creación (cf. Gn 1, 28-31). En los días precedentes, como
marcando el ritmo de la evolución cósmica, el Señor había creado el universo.
Al final creó al hombre, el fruto más noble de su proyecto, al cual sometió el
mundo visible como un inmenso campo donde expresar su capacidad creadora.
Así pues, Dios ha llamado al hombre a la
existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la «creación
artística» el hombre se revela más que nunca «imagen de Dios» y lleva a cabo
esta tarea ante todo plasmando la estupenda « materia » de la propia humanidad y,
después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea. El
Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite al artista humano un
destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a compartir su potencia
creadora. Obviamente, es una participación que deja intacta la distancia
infinita entre el Creador y la criatura, como señalaba el Cardenal Nicolás de
Cusa: «El arte creador, que el alma tiene la suerte de alojar, no se identifica
con aquel arte por esencia que es Dios, sino que es solamente una comunicación
y una participación del mismo»[1].
Por esto el artista, cuanto más consciente
es de su «don», tanto más se siente movido a mirar hacia sí mismo y hacia toda
la creación con ojos capaces de contemplar y de agradecer, elevando a Dios su
himno de alabanza. Sólo así puede comprenderse a fondo a sí mismo, su propia
vocación y misión.
La especial vocación del artista
2. No todos están llamados a ser artistas
en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, según la expresión
del Génesis, a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de
la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra
maestra.
Es importante entender la distinción, pero
también la conexión, entre estas dos facetas de la actividad humana. La
distinción es evidente. En efecto, una cosa es la disposición por la cual el
ser humano es autor de sus propios actos y responsable de su valor moral, y
otra la disposición por la cual es artista y sabe actuar según las
exigencias del arte, acogiendo con fidelidad sus dictámenes específicos[2].
Por eso el artista es capaz de producir objetos, pero esto, de por
sí, nada dice aún de sus disposiciones morales. En efecto, en este caso, no se
trata de realizarse uno mismo, de formar la propia personalidad, sino solamente
de poner en acto las capacidades operativas, dando forma estética a las ideas
concebidas en la mente.
Pero si la distinción es fundamental, no
lo es menos la conexión entre estas dos disposiciones, la moral y la artística.
Éstas se condicionan profundamente de modo recíproco. En efecto, al modelar una
obra el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un
reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es.
Esto se confirma en la historia de la humanidad, pues el artista, cuando
realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por
medio de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad.
En el arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión
para su crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el
artista habla y se comunica con los otros. La historia del arte,
por ello, no es sólo historia de las obras, sino también de los hombres. Las
obras de arte hablan de sus autores, introducen en el conocimiento de su
intimidad y revelan la original contribución que ofrecen a la historia de la
cultura.
La vocación artística al servicio de la
belleza
3. Escribe un conocido poeta polaco,
Cyprian Norwid: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo
para resurgir»[3].
El tema de la belleza es
propio de una reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la
mirada complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado
era bueno, Dios vio también que era bello[4].
La relación entre buenoy bello suscita sugestivas
reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible
del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza.
Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos,
acuñaron una palabra que comprende a ambos: «kalokagathia», es decir «belleza-bondad».
A este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la
naturaleza de lo Bello»[5].
El modo en que el hombre establece la
propia relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y
trabajando. El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido
muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le
llama con el don del « talento artístico ». Y, ciertamente, también éste es un
talento que hay que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de
los talentos (cf. Mt 25, 14-30).
Entramos aquí en un punto esencial. Quien
percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación
artística —de poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor,
etc.— advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese
talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de
toda la humanidad.
El artista y el bien común
4. La sociedad, en efecto, tiene necesidad
de artistas, del mismo modo que tiene necesidad de científicos, técnicos,
trabajadores, profesionales, así como de testigos de la fe, maestros, padres y
madres, que garanticen el crecimiento de la persona y el desarrollo de la
comunidad por medio de ese arte eminente que es el «arte de educar». En el
amplio panorama cultural de cada nación, los artistas tienen su propio lugar.
Precisamente porque obedecen a su inspiración en la realización de obras
verdaderamente válidas y bellas, non sólo enriquecen el patrimonio cultural de
cada nación y de toda la humanidad, sino que prestan un servicio social
cualificado en beneficio del bien común.
La diferente vocación de cada artista, a
la vez que determina el ámbito de su servicio, indica las tareas
que debe asumir, el duro trabajo al que debe someterse y
la responsabilidad que debe afrontar. Un artista consciente de
todo ello sabe también que ha de trabajar sin dejarse llevar por la búsqueda de
la gloria banal o la avidez de una fácil popularidad, y menos aún por la
ambición de posibles ganancias personales. Existe, pues, una ética, o más bien
una « espiritualidad » del servicio artístico que de un modo propio contribuye
a la vida y al renacimiento de un pueblo. Precisamente a esto parece querer
aludir Cyprian Norwid cuando afirma: «La belleza sirve para entusiasmar en el
trabajo, el trabajo para resurgir».
El arte ante el misterio del Verbo
encarnado
5. La ley del Antiguo Testamento presenta
una prohibición explícita de representar a Dios invisible e
inexpresable con la ayuda de una «imagen esculpida o de metal fundido»
(Dt 27, 25), porque Dios transciende toda representación material:
«Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Sin embargo, en el misterio de la
Encarnación el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible: «Al llegar la
plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,
4). Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual ha pasado a ser así
«el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del
mundo creado y de Dios mismo»[6].
Esta manifestación fundamental del
«Dios-Misterio» aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso
en el plano de la creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la
belleza que ha encontrado su savia precisamente en el misterio de la
Encarnación. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en
la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y
del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de
la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto.
La Sagrada Escritura se ha convertido así
en una especie de «inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico»
(M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos. El mismo
Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha dado lugar a
inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la creación,
del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos
del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la
salvación, el texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas,
músicos, autores de teatro y de cine. Una figura como la de Job, por citar sólo
un ejemplo, con su desgarradora y siempre actual problemática del dolor,
continúa suscitando el interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir
del Nuevo Testamento? Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a
la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta
los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por
el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables
veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio
del «Verbo hecho carne».
Todo ello constituye un vasto capítulo de
fe y belleza en la historia de la cultura, del que se han beneficiado
especialmente los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos
de ellos, en épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas de la
Biblia representaron incluso una concreta mediación catequética[7].
Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un
reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo.
Alianza fecunda entre Evangelio y arte
6. La auténtica intuición artística va más
allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta
interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del
alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve
acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de
las cosas. Todos los artistas tienen en común la experiencia de la distancia insondable
que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección
fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que
logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del
esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu.
El creyente no se maravilla de esto: sabe
que por un momento se ha asomado al abismo de luz que tiene su fuente
originaria en Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de que el espíritu quede como
abrumado hasta el punto de no poder expresarse sino con balbuceos? El verdadero
artista está dispuesto a reconocer su limitación y hacer suyas las palabras del
apóstol Pablo, según el cual «Dios no habita en santuarios fabricados por manos
humanas», de modo que «no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al
oro, la plata o la piedra, modelados por el arte y el ingenio humano» (Hch 17,
24.29). Si ya la realidad íntima de las cosas está siempre «más allá» de las
capacidades de penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad de su
insondable misterio!
El conocimiento de la fe es de otra
naturaleza. Supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este
conocimiento, sin embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición
artística. Un modelo elocuente de contemplación estética que se sublima en la
fe son, por ejemplo, las obras del Beato Angélico. A este respecto, es muy
significativa la lauda extática que San Francisco de Asís
repite dos veces en la chartula compuesta después de haber recibido
en el monte Verna los estigmas de Cristo: «¡Tú eres belleza... Tú eres
belleza!»[8].
San Buenaventura comenta: «Contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo y,
siguiendo las huellas impresas en las criaturas, seguía a todas partes al
Amado»[9].
Una sensibilidad semejante se encuentra en
la espiritualidad oriental, donde Cristo es calificado como «el Bellísimo, de
belleza superior a todos los mortales»[10].
Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y
liberadora del Resucitado: «El alma que ha sido plenamente iluminada por la
belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo, está llena del
Espíritu Santo... es toda ojo, toda luz, toda rostro»[11].
Toda forma auténtica de arte es, a su
modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por
ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la
vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo por el
que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés
de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la
íntima belleza de la realidad.
Los principios
7. El arte que el cristianismo encontró en
sus comienzos era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones
estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a los
cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en el del arte,
un discernimiento que no permitía una recepción automática de este patrimonio.
Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de forma silenciosa,
estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con
los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y de
disponer al mismo tiempo de un « código simbólico », gracias al cual poder
reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de
persecución. ¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los
primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor
evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un
nuevo arte.
Cuando, con el edicto de Constantino, se
permitió a los cristianos expresarse con plena libertad, el arte se convirtió
en un cauce privilegiado de manifestación de la fe. Comenzaron a aparecer
majestuosas basílicas, en las que se asumían los cánones arquitectónicos del
antiguo paganismo, plegándolos a su vez a las exigencias del nuevo culto. ¿Cómo
no recordar, al menos, las antiguas Basílicas de San Pedro y de San Juan de
Letrán, construidas por cuenta del mismo Constantino, o ese esplendor del arte
bizantino, la Haghia Sophia de Constantinopla, querida por
Justiniano?
Mientras la arquitectura diseñaba el
espacio sagrado, la necesidad de contemplar el misterio y de proponerlo de
forma inmediata a los sencillos suscitó progresivamente las primeras
manifestaciones de la pintura y la escultura. Surgían al mismo tiempo los
rudimentos de un arte de la palabra y del sonido. Y, mientras Agustín incluía
entre los numerosos temas de su producción un De musica, Hilario,
Ambrosio, Prudencio, Efrén el Sirio, Gregorio Nacianceno y Paulino de Nola, por
citar sólo algunos nombres, se hacían promotores de una poesía cristiana, que
con frecuencia alcanzaba un alto valor no sólo teológico, sino también
literario. Su programa poético valoraba las formas heredadas de los clásicos,
pero se inspiraba en la savia pura del Evangelio, como sentenciaba con acierto
el santo poeta de Nola: «Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto»[12].
Por su parte, Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium,
ponía poco después las bases para el desarrollo orgánico de una música sagrada
tan original que de él ha tomado su nombre. Con sus inspiradas modulaciones el
Canto gregoriano se convertirá con los siglos en la expresión melódica
característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los
sagrados misterios. Lo « bello » se conjugaba así con lo «verdadero», para que
también a través de las vías del arte los ánimos fueran llevados de lo sensible
a lo eterno.
En este itinerario no faltaron momentos
difíciles. Precisamente la antigüedad conoció una áspera controversia sobre la
representación del misterio cristiano, que ha pasado a la historia con el
nombre de « lucha iconoclasta ». Las imágenes sagradas, muy difundidas en la
devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una violenta contestación. El
Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las
imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe,
sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los
Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo
de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente
con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede
pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del
signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí
mismo, sino que lleva al sujeto representado[13].
La Edad Media
8. Los siglos posteriores fueron testigos
de un gran desarrollo del arte cristiano. En Oriente continuó floreciendo el
arte de los iconos, vinculado a significativos cánones teológicos y
estéticos y apoyado en la convicción de que, en cierto sentido, el
icono es un sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los
sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus
aspectos. Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre
todo dentro de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos reflejos
de luz en la penumbra. Escribe al respecto Pavel Florenskij: «El oro, bárbaro,
pesado y fútil a la luz difusa del día, se reaviva a la luz temblorosa de una
lámpara o de una vela, pues resplandece en miríadas de centellas, haciendo
presentir otras luces no terrestres que llenan el espacio celeste»[14].
En Occidente los puntos de vista de los
que parten los artistas son muy diversos, dependiendo en parte de las
convicciones de fondo propias del ambiente cultural de su tiempo. El patrimonio
artístico que se ha ido formando a lo largo de los siglos cuenta con
innumerables obras sagradas de gran inspiración, que provocan una profunda
admiración aún en el observador de hoy. Se aprecia, en primer lugar, en las
grandes construcciones para el culto, donde la funcionalidad se conjuga siempre
con la fantasía, la cual se deja inspirar por el sentido de la belleza y por la
intuición del misterio. De aquí nacen los estilos tan conocidos en la historia
del arte. La fuerza y la sencillez del románico, expresada en las catedrales o
en los monasterios, se va desarrollando gradualmente en la esbeltez y el
esplendor del gótico. En estas formas, no se aprecia únicamente el genio de un
artista, sino el alma de un pueblo. En el juego de luces y sombras, en las
formas a veces robustas y a veces estilizadas, intervienen consideraciones de
técnica estructural, pero también las tensiones características de la
experiencia de Dios, misterio « tremendo » y « fascinante ». ¿Cómo sintetizar
en pocas palabras, y para las diversas expresiones del arte, el poder creativo
de los largos siglos del medioevo cristiano? Una entera cultura, aunque siempre
con las limitaciones propias de todo lo humano, se impregnó del Evangelio y,
cuando el pensamiento teológico producía la Summa de Santo
Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del
misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer « el
poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra »[15],
como él mismo llamaba la Divina Comedia.
Humanismo y Renacimiento
9. El fértil ambiente cultural en el que
surge el extraordinario florecimiento artístico del Humanismo y del
Renacimiento, tiene repercusiones significativas también en el modo en que los
artistas de este período abordan el tema religioso. Naturalmente, al menos en
aquéllos más importantes, las inspiraciones son tan variadas como sus estilos.
No es mi intención, sin embargo, recordar cosas que vosotros, artistas, sabéis
de sobra. Al escribiros desde este Palacio Apostólico, que es también como un
tesoro de obras maestras acaso único en el mundo, quisiera más bien hacerme voz
de los grandes artistas que prodigaron aquí las riquezas de su ingenio,
impregnado con frecuencia de gran hondura espiritual. Desde aquí habla Miguel
Ángel, que en la Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio Universal, ha
recogido en cierto modo el drama y el misterio del mundo, dando rostro a Dios
Padre, a Cristo juez y al hombre en su fatigoso camino desde los orígenes hasta
el final de la historia. Desde aquí habla el genio delicado y profundo de
Rafael, mostrando en la variedad de sus pinturas, y especialmente en la «
Disputa » del Apartamento de la Signatura, el misterio de la revelación del
Dios Trinitario, que en la Eucaristía se hace compañía del hombre y proyecta
luz sobre las preguntas y las expectativas de la inteligencia humana. Desde
aquí, desde la majestuosa Basílica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde
la columnata que arranca de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a
la humanidad, siguen hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno, por
citar sólo los más grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del misterio
que hace de la Iglesia una comunidad universal, hospitalaria, madre y compañera
de viaje de cada hombre en la búsqueda de Dios.
El arte sagrado ha encontrado en este
extraordinario complejo una expresión de excepcional fuerza, alcanzando niveles
de imperecedero valor estético y religioso a la vez. Sea bajo el impulso del
Humanismo y del Renacimiento, sea por influjo de las sucesivas tendencias de la
cultura y de la ciencia, su característica más destacada es el creciente
interés por el hombre, el mundo y la realidad de la historia. Este interés, por
sí mismo, en modo alguno supone un peligro para la fe cristiana, centrada en el
misterio de la Encarnación y, por consiguiente, en la valoración del hombre por
parte de Dios. Lo demuestran precisamente los grandes artistas apenas
mencionados. Baste pensar en el modo en que Miguel Ángel expresa, en sus
pinturas y esculturas, la belleza del cuerpo humano[16].
Por lo demás, en el nuevo ambiente de los
últimos siglos, donde parece que parte de la sociedad se ha hecho indiferente a
la fe, tampoco el arte religioso ha interrumpido su camino. La constatación se
amplía si, de las artes figurativas, pasamos a considerar el gran desarrollo que
también en este período de tiempo ha tenido la música sagrada, compuesta para
las celebraciones litúrgicas o vinculada al menos a temas religiosos. Además de
tantos artistas que se han dedicado preferentemente a ella —¿cómo no recordar a
Pier Luigi da Palestrina, a Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria—, es bien
sabido que muchos grandes compositores —desde Händel a Bach, desde Mozart a
Schubert, desde Beethoven a Berlioz, desde Liszt a Verdi— nos han dejado
asimismo obras de gran inspiración en este campo.
Hacia un diálogo renovado
10. Es cierto, sin embargo, que en la edad
moderna, junto a este humanismo cristiano que ha seguido produciendo
significativas obras de cultura y arte, se ha ido también afirmando
progresivamente una forma de humanismo caracterizado por la ausencia de Dios y
con frecuencia por la oposición a Él. Este clima ha llevado a veces a una
cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido
de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos.
Vosotros sabéis que, a pesar de ello, la
Iglesia ha seguido alimentando un gran aprecio por el valor del arte como tal.
En efecto, el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente
religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la
fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura
respecto a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una especie de
puente tendido hacia la experiencia religiosa. En cuanto búsqueda de la
belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su
naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las
profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal,
el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención.
Se comprende así el especial interés de la
Iglesia por el diálogo con el arte y su deseo de que en nuestro tiempo se
realice una nueva alianza con los artistas, como auspiciaba mi venerado
predecesor Pablo VI en su vibrante discurso dirigido a los artistas durante el
singular encuentro en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964[17].
La Iglesia espera que de esta colaboración surja una renovada « epifanía » de
belleza para nuestro tiempo, así como respuestas adecuadas a las exigencias
propias de la comunidad cristiana.
En el espíritu del Concilio Vaticano II
11. El Concilio Vaticano II ha puesto las
bases de una renovada relación entre la Iglesia y la cultura, que tiene
inmediatas repercusiones también en el mundo del arte. Es una relación que se
presenta bajo el signo de la amistad, de la apertura y del diálogo. En la
Constitución pastoral Gaudium et spes,
los Padres conciliares subrayaron la «gran importancia» de la literatura y las
artes en la vida del hombre: « También la literatura y el arte tienen gran
importancia para la vida de la Iglesia, ya que pretenden estudiar la índole
propia del hombre, sus problemas y su experiencia en el esfuerzo por conocerse
mejor y perfeccionarse a sí mismo y al mundo; se afanan por descubrir su
situación en la historia y en el universo, por iluminar las miserias y los
gozos, las necesidades y las capacidades de los hombres, y por diseñar un mejor
destino para el hombre »[18].
Sobre esta base, al concluir el Concilio,
los Padres dirigieron un saludo y una llamada a los artistas: «Este mundo en
que vivimos —decían— tiene necesidad de la belleza para no caer en la
desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los
hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las
generaciones y las hace comunicarse en la admiración»[19].
Precisamente en este espíritu de estima profunda por la belleza, la
ConstituciónSacrosanctum
Concilium sobre la Sagrada Liturgia había recordado la histórica amistad de la
Iglesia con el arte y, hablando más específicamente del arte sacro, « cumbre »
del arte religioso, no dudó en considerar « noble ministerio » a la actividad
de los artistas cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la
infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él[20].
También por su aportación «se manifiesta mejor el conocimiento de Dios» y «la
predicación evangélica se hace más transparente a la inteligencia humana»[21].
A la luz de esto, no debe sorprender la afirmación del P. Marie Dominique
Chenu, según la cual el historiador de la teología haría un trabajo incompleto
si no reservara la debida atención a las realizaciones artísticas, tanto
literarias como plásticas, que a su manera no son «solamente ilustraciones
estéticas, sino verdaderos “lugares” teológicos»[22].
La Iglesia tiene necesidad del arte
12. Para transmitir el mensaje que Cristo le
ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe
hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de
lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que
en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de
reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o
sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin
privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio.
La Iglesia necesita, en particular, de
aquellos que sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo,
sirviéndose de las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus
connotaciones simbólicas. Cristo mismo ha utilizado abundantemente las imágenes
en su predicación, en plena coherencia con la decisión de ser Él mismo, en la
Encarnación, icono del Dios invisible.
La Iglesia necesita también de los
músicos. ¡Cuántas piezas sacras han compuesto a lo largo de los siglos personas
profundamente imbuidas del sentido del misterio! Innumerables creyentes han
alimentado su fe con las melodías surgidas del corazón de otros creyentes, que
han pasado a formar parte de la liturgia o que, al menos, son de gran ayuda
para el decoro de su celebración. En el canto, la fe se experimenta como
exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera en la intervención
salvífica de Dios.
La Iglesia tiene necesidad de arquitectos,
porque requiere lugares para reunir al pueblo cristiano y celebrar los
misterios de la salvación. Tras las terribles destrucciones de la última guerra
mundial y la expansión de las metrópolis, muchos arquitectos de la nueva
generación se han fraguado teniendo en cuenta las exigencias del culto
cristiano, confirmando así la capacidad de inspiración que el tema religioso
posee, incluso por lo que se refiere a los criterios arquitectónicos de nuestro
tiempo. En efecto, no pocas veces se han construido templos que son, a la vez,
lugares de oración y auténticas obras de arte.
El arte, ¿tiene necesidad de la Iglesia?
Obra realizada en papel
Técnica. Lápiz grafito
Tamaño 40 cm x 30 cm.
Titulo: La división de la iglesia.
13. La Iglesia, pues, tiene necesidad del
arte. Pero, ¿se puede decir también que el arte necesita a la Iglesia?
La pregunta puede parecer provocadora. En realidad, si se entiende de manera
apropiada, tiene una motivación legítima y profunda. El artista busca siempre
el sentido recóndito de las cosas y su ansia es conseguir expresar el mundo de
lo inefable. ¿Cómo ignorar, pues, la gran inspiración que le puede venir de esa
especie de patria del alma que es la religión? ¿No es acaso en el ámbito
religioso donde se plantean las más importantes preguntas personales y se
buscan las respuestas existenciales definitivas?
De hecho, los temas religiosos son de los
más tratados por los artistas de todas las épocas. La Iglesia ha recurrido a su
capacidad creativa para interpretar el mensaje evangélico y su aplicación
concreta en la vida de la comunidad cristiana. Esta colaboración ha dado lugar
a un mutuo enriquecimiento espiritual. En definitiva, ha salido beneficiada la
comprensión del hombre, de su imagen auténtica, de su verdad. Se ha puesto de
relieve también una peculiar relación entre el arte y la revelación cristiana.
Esto no quiere decir que el genio humano no haya sido incentivado también por
otros contextos religiosos. Baste recordar el arte antiguo, especialmente
griego y romano, o el todavía floreciente de las antiquísimas civilizaciones
del Oriente. Sin embargo, sigue siendo verdad que el cristianismo, en virtud
del dogma central de la Encarnación del Verbo de Dios, ofrece al artista un
horizonte particularmente rico de motivos de inspiración. ¡Cómo se empobrecería
el arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio!
Llamada a los artistas
14. Con esta Carta me dirijo a vosotros,
artistas del mundo entero, para confirmaros mi estima y para contribuir a
reanudar una más provechosa cooperación entre el arte y la Iglesia. La mía es
una invitación a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y
religiosa que ha caracterizado el arte en todos los tiempos, en sus más nobles
formas expresivas. En este sentido os dirijo una llamada a vosotros, artistas
de la palabra escrita y oral, del teatro y de la música, de las artes plásticas
y de las más modernas tecnologías de la comunicación. Hago una llamada especial
a los artistas cristianos. Quiero recordar a cada uno de vosotros que la
alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte, más allá de
las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse con intuición
creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo
tiempo, en el misterio del hombre.
Todo ser humano es, en cierto sentido, un
desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que
«manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[23].
En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes están
llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres
que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra
genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el
hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san
Pablo ha escrito que espera ansiosa «la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,
19). Espera la revelación de los hijos de Dios también mediante el arte y en el
arte. Ésta es vuestra misión. En contacto con las obras de arte, la humanidad
de todos los tiempos —también la de hoy— espera ser iluminada sobre el propio
rumbo y el propio destino.
Espíritu creador e inspiración artística
15. En la Iglesia resuena con frecuencia
la invocación al Espíritu Santo: Veni, Creator Spiritus... – « Ven,
Espíritu creador, visita las almas de tus fieles y llena de la divina gracia
los corazones que Tú mismo creaste »[24].
El Espíritu Santo, «el soplo» (ruah),
es Aquél al que se refiere el libro del Génesis: «La tierra era
caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios
aleteaba por encima de las aguas» (1, 2). Hay una gran afinidad entre las
palabras «soplo-espiración» e «inspiración». El Espíritu es el
misterioso artista del universo. En la perspectiva del tercer milenio, quisiera
que todos los artistas reciban abundantemente el don de las inspiraciones
creativas, de las que surge toda auténtica obra de arte.
Queridos artistas, sabéis muy bien que hay
muchos estímulos, interiores y exteriores, que pueden inspirar vuestro talento.
No obstante, en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel «
soplo » con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la
obra de la creación. Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan
el universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del
hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza con una especie de
iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo
bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo
así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte. Se habla
justamente entonces, si bien de manera análoga, de «momentos de gracia», porque
el ser humano es capaz de tener una cierta experiencia del Absoluto que le
transciende.
La « Belleza » que salva
16. Ya en los umbrales del tercer milenio,
deseo a todos vosotros, queridos artistas, que os lleguen con particular
intensidad estas inspiraciones creativas. Que la belleza que transmitáis a las
generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la
sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la
única actitud apropiada es el asombro.
De esto, desde el asombro, podrá surgir
aquel entusiasmo del que habla Norwid en el poema al que me refería al
comienzo. Los hombres de hoy y de mañana tienen necesidad de este entusiasmo
para afrontar y superar los desafíos cruciales que se avistan en el horizonte.
Gracias a él la humanidad, después de cada momento de extravío, podrá ponerse
en pie y reanudar su camino. Precisamente en este sentido se ha dicho, con
profunda intuición, que «la belleza salvará al mundo»[25].
La belleza es clave del misterio y llamada
a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por
eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa
arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha
sabido interpretar de manera inigualable: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y
tan nueva, tarde te amé!»[26].
Os deseo, artistas del mundo, que vuestros
múltiples caminos conduzcan a todos hacia aquel océano infinito de belleza, en
el que el asombro se convierte en admiración, embriaguez, gozo indecible.
Que el misterio de Cristo resucitado, con
cuya contemplación exulta en estos días la Iglesia, os inspire y oriente.
Que os acompañe la Santísima Virgen, la
«tota pulchra» que innumerables artistas han plasmado y que el gran Dante contempla
en el fulgor del Paraíso como « belleza, que alegraba los ojos de todos los
otros santos »[27].
«Surge del caos el mundo del espíritu».
Las palabras que Adam Michiewicz escribía en un momento de gran prueba para la
patria polaca[28],
me sugieren un auspicio para vosotros: que vuestro arte contribuya a la
consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu
de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno.
Con mis mejores deseos.
Vaticano, 4 de abril de 1999, Pascua de
Resurrección
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IOANNES PAULUS PP. II